El pasado 20 de
septiembre nos dejó mi suegro después de lo que, eufemísticamente, llaman una
larga enfermedad. Murió en casa, como siempre había querido, rodeado de los suyos,
esposa, hijos, nietos y amigos, gracias al soporte extraordinario que tuvimos del
PADES, que siempre estuvo a nuestro lado.
A él le fueron explicando,
en un lenguaje claro i comprensible, lo que le irían haciendo para evitar el dolor
y el sufrimiento, a la abuela la reconfortaron, y a nosotros nos ayudaron a
afrontar cada etapa de su final, ya fuera con medicación, con las curas que
necesitaba o simplemente dejándole su espacio para la reflexión y el
recogimiento.
Profesionalmente
siempre he admirado a los PADES, esos equipos múltiples de profesionales, que hacen
una tarea tan importante como ayudar en el final de la vida, cuando las otras opciones
clínicas ya no pueden aportar casi nada más.
Su faena es
abnegada, porque cada día se encaran a la muerte e intentan ganarle el partido,
pese a saber que la liga la tienen perdida. Es una tarea humilde, porque han cambiado
los hospitales por un lugar tan poco glamoroso como el hogar del paciente. Pero,
sobre todo, su trabajo es discreto porque han sustituido los TAC y los quirófanos
por la amabilidad, la ternura y el amor a los enfermos.
Quien diga que la
medicina está deshumanizada, que no se trata bien al paciente o que no se le
tiene ninguna consideración, es porque no conoce a los PADES.
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