Una de las cosas
que más me está sorprendiendo del proceso independentista es que los españoles
de buena fe acepten el odio visceral que una parte de la clase política y de
los medios de comunicación desprenden hacia todo lo catalán.
De muestra un
botón, como ha sido la reacción a las declaraciones del futbolista Piqué sobre
la mala influencia del palco del Real Madrid en muchas de las decisiones políticas
y económicas del país.
Resultan cómicas
las declaraciones de los afines al régimen por el mero hecho de que un catalán
les haya recordado lo que antes habían dicho muchos otros: que si el palco del
Bernabeu se dedicara solo al fútbol, no solo el deporte saldría beneficiado,
sino que además nos ahorraríamos los 2000 millones del Castor y el túnel de Le
Perthus.
Lo mismo ocurre
con el corredor mediterráneo, que la clase política española ha vendido como un
equipamiento para Cataluña, olvidando la realidad del comercio mundial y
despreciando los miles de millones que España podría ganar con esa
infraestructura.
Pero no son solo
las reacciones airadas a un futbolista o las pésimas decisiones a las que el estado
nos tiene acostumbrados, sino el hecho de que si es contra Cataluña todo vale:
el desprecio a la cultura y a la lengua, el trato colonial, interferir en un parlamento
soberano, inhabilitar cargos electos, usar la fiscalía y el Tribunal
Constitucional en beneficio de un partido, nombrar una policía que cree pruebas
falsas contra adversarios políticos o limitar la crítica y el sentido del
humor.
Todo esto lo aceptan
los españoles de buena fe creyendo que es solo contra Cataluña, sin caer en la
cuenta de que cuando menos se lo esperen el país entero estarán en la jaula del
nacional-catolicismo más rancio y sin libertades individuales, porque nos las
habrán robado con la excusa del hombre del saco catalán.
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