Los giros
argumentales que está siguiendo el proceso de independencia y la proclamación
de la República catalana ya se sitúan a la altura de las mejores novelas negras,
sobre todo tras el viaje del Sr. Puigdemont a Bruselas.
Ya sea para pedir
asilo político, hacer un gobierno en el exilio o sentirse más seguro, por
primera vez en la historia España tendrá que demostrar si nuestra democracia
cumple los estándares europeos, cosa que no hizo después de 1939, cuando los
enviados de la República prácticamente no fueron escuchados en una Europa
amenazada por el nazismo; ni después de 1978, cuando el continente confiaba en que
la transición habría puesto fin, no solo a la dictadura, sino también al franquismo.
Ahora no habrá más
remedio que justificar, ante los socios europeos, si la politización de los
máximos órganos de la justicia, empezando por el Tribunal Constitucional, es
compatible con una democracia moderna; si el rechazo a los referéndums y el uso
de la fuerza contra ciudadanos que quieren emitir un voto, están amparados por nuestra
constitución, o lo están la detención de presos políticos y el uso de métodos ilícitos
contra los adversarios.
Tendrá que aclarar
por qué en las querellas contra políticos del PP se tarda hasta 10 años en
declarar, mientras los miembros destituidos del Govern de la Generalitat lo
hacen en menos de 1 semana.
Deberá convencer
al mundo de que el estado no tiene ninguna connivencia con los manifestantes violentos
que últimamente han sembrado el terror en las calles de Barcelona, Valencia o
Zaragoza, llevando banderas preconstitucionales y profiriendo vivas al franquismo.
Además ha de defender
una diplomacia cuyo máximo responsable miente en directo ante la BBC, coacciona
a todas las cancillerías mundiales contra el reconocimiento de la República
catalana y las amenaza si no responden lo que ella pretende.
Un trabajo difícil
e ingente.
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