Cuando veo la
caída del partido socialista en Francia, su desaparición en Grecia o su
retroceso en España y en Europa me pregunto por qué, pese a la supuesta superioridad
moral que les da el creerse en el lado correcto de la historia, no logran
conectar con el electorado ni convencerle de que tienen algo bueno que ofrecer.
Han perdido la
frescura de aquella Política en mayúsculas, que no tenía más objetivo que
construir una sociedad mejor, y que se resumía en la proclama ”seamos realistas, pidamos lo imposible”,
de mayo del 68 en París.
Tras probar los
laureles del poder, han caído en la trampa de la ventana de Overton, que asegura
que los políticos, si quieren ser reelegidos, no pueden permitirse expresar
puntos de vista que se consideren demasiado extremos y, para continuar en el
poder, deben mantener sus propuestas dentro de los márgenes de lo aceptable.
Por eso los
partidos acallan los sentimientos radicales entre sus propias filas, por el
pánico a perder votos, hasta convertirse en una aristocracia, que usa jergas
extravagantes pero no puede explicar su ideal a un niño de doce años.
Han renunciado a la
Política en mayúsculas que quiere mejorar la sociedad, y se han quedado con la
política en minúsculas, la que solo busca substituir al que manda para ocupar
su puesto y, como mucho, cambiar la trama Gürtel por la trama ERE.
Harían bien dejando
de regodearse de su superioridad moral, sus propuestas trasnochadas y su apelación
a un pasado glorioso. Necesitamos partidos que irradien no sólo energía, sino
ideas, esperanza y ética. Que transmitan con persuasión la convicción de que de
verdad existe un camino mejor, que la utopía es posible y que está a nuestro
alcance.
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