Me encuentro a mi
amigo Juan (el nombre es ficticio), radiólogo de un hospital de tercer nivel de
Barcelona. Le veo igual que cuando le conocí, hace más de 20 años. Yo empezaba
en la Secretaria Técnica de la Dirección Médica y él era el jefe del Servicio
de Diagnóstico por la Imagen.
Sigue siendo amable,
educado, culto, excelente profesional y mejor persona, por eso me sabe mal
cuando me dice con tristeza que en pocos meses le jubilan porque cumple los 65
años, la fecha oficial de jubilación en España, aunque él tiene ganas de
continuar.
Levanta un momento los
ojos al infinito y vuelve a mirarme sonriente para confesarme que cuando se
jubile tiene ofertas para irse a trabajar a tres hospitales norteamericanos, con
los que ha mantenido vínculos a lo largo de su carrera para formarse y estar al
día.
Me pregunta qué sentido
tiene que las empresas, sobre todo las de servicios y conocimientos, pierdan profesionales
sólo porqué han llegado a los 65 años. Se cuestiona si el país gana echando a expertos
en plana actividad física y mental. Y me dice no entender cómo se puede tratar
a las personas como si fueran yogures, que hay que tirar cuando llega la fecha de
caducidad.
Le recuerdo el grave
problema de paro y la necesidad de facilitar que las nuevas generaciones se incorporen
al mercado laboral. Está totalmente de acuerdo. Entiende que ya no le corresponde
estar en primera fila, ni lo pretende, pero reivindica el valor que su experiencia
puede tener en otros ámbitos, por ejemplo para ayudar a formar a los nuevos profesionales,
en un campo que pocos conocen tan bien como él.
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